viernes, 27 de enero de 2017

María, educadora del Hijo de Dios


 1. Aunque se realizó por obra del Espíritu Santo y de una Madre Virgen, la generación de Jesús, como la de todos los hombres paso por las fases de la concepción, la gestación y el parto. Además, la maternidad de María no se limito exclusivamente al proceso biológico de la generación, sino que, al igual que sucede en el caso de cualquier otra madre, también contribuyó de forma esencial al crecimiento y desarrollo de su hijo.
No sólo es madre la mujer que da a luz un niño, sino también la que lo cría y lo educa; más aún, podemos muy bien decir que la misión de educar es según el plan divino, una prolongación natural de la procreación.
María es Theotokos no sólo porque engendró y dio a luz al Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su crecimiento humano.

2. Se podría pensar que Jesús, al poseer en sí mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de educadores. Pero el misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Como acontece con todo ser humano, el crecimiento de Jesús, desde su infancia hasta su edad adulta (cf. Lc 2, 40), requirió la acción educativa de sus padres.
El evangelio de san Lucas, particularmente atento al periodo de la infancia, narra que Jesús en Nazaret se hallaba sujeto a José y a María (cf. Lc 2, 51). Esa dependencia nos demuestra que Jesús tenía la disposición de recibir y estaba abierto a la obra educativa de su madre y de José, que cumplían su misión también en virtud de la docilidad que él manifestaba siempre.

3. Los dones especiales, con los que Dios había colmado a María, la hacían especialmente apta para desempeñar la misión de madre y educadora. En las circunstancias concretas de cada día, Jesús podía encontrar en ella un modelo para seguir e imitar, y un ejemplo de amor perfecto a Dios y a los hermanos.
Además de la presencia materna de María, Jesús podía contar con la figura paterna de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), que garantizaba el necesario equilibrio de la acción educadora. Desempeñando la función de padre, José cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración personal del Salvador de la humanidad. Luego, al enseñarle el duro trabajo de carpintero, José permitió a Jesús insertarse en el mundo del trabajo y en la vida social.

4. Los escasos elementos que el evangelio ofrece no nos permiten conocer y valorar completamente las modalidades de la acción pedagógica de María con respecto a su Hijo divino. Ciertamente ella fue, junto con José, quien introdujo a Jesús en los ritos y prescripciones de Moisés, en la oración al Dios de la alianza mediante el uso de los salmos y en la historia del pueblo de Israel, centrada en el éxodo de Egipto. De ella y de José aprendió Jesús a frecuentar la sinagoga y a realizar la peregrinación anual a Jerusalén con ocasión de la Pascua.
Contemplando los resultados, ciertamente podemos deducir que la obra educativa de María fue muy eficaz y profunda, y que encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil.

5. La misión educativa de María, dirigida a un hijo tan singular, presenta algunas características particulares con respecto al papel que desempeñan las demás madres. Ella garantizó solamente las condiciones favorables para que se pudieran realizar los dinamismos y los valores esenciales del crecimiento, ya presentes en el hijo. Por ejemplo, el hecho de que en Jesús no hubiera pecado exigía de María una orientación siempre positiva, excluyendo intervenciones encaminadas a corregir. Además, aunque fue su madre quien introdujo a Jesús en la cultura y en las tradiciones del pueblo de Israel, será el quien revele, desde el episodio de su pérdida y encuentro en el templo, su plena conciencia de ser el Hijo de Dios, enviado a irradiar la verdad en el mundo, siguiendo exclusivamente la voluntad del Padre. De «maestra» de su Hijo, María se convirtió así en humilde discípula del divino Maestro, engendrado por ella.
Permanece la grandeza de la tarea encomendada a la Virgen Madre: ayuda a su Hijo Jesús a crecer, desde la infancia hasta la edad adulta, «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2, 52) y a formarse para su misión.
María y José aparecen, por tanto, como modelos de todos los educadores. Los sostienen en las grandes dificultades que encuentra hoy la familia y les muestran el camino para lograr una formación profunda y eficaz de los hijos.
Su experiencia educadora constituye un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios.

Por: San Juan P | Fuente: Catholic.net

La mujer en los primeros siglos de la Iglesia

 
 Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado

La mujer, en los primeros siglos del cristianismo, ocupó un papel bien determinado en la vida de la Iglesia. Los apóstoles y los primeros cristianos no hicieron otra cosa que seguir el ejemplo de Cristo, quien tuvo para con ella una particular consideración, yendo en contra incluso de los usos y costumbres de su época.

Debemos reconocer, sin embargo, que Cristo no trató a los hombres y a las mujeres del mismo modo. A cada quien confió, simplemente, funciones diversas.

El grupo de los doce apóstoles, por ejemplo, estuvo formado sólo por varones. En repetidas ocasiones, Cristo manda a los apóstoles en misión, dándoles instrucciones de cómo debe ser su predicación (cf. Mt 10, 5; Lc 9, 2; 10, 1) y, una vez resucitado, pide a Pedro que apaciente a sus ovejas (cf. Jn 21, 17). Existen muchos pasajes más donde se ve la voluntad de Cristo de confiar determinadas tareas a los varones.

Lo anterior no responde a un desprecio por la mujer. Nos consta con certeza por los Evangelios que había un grupo de mujeres que acompañaba y ayudaba a Cristo (cf. Mt 27,55). Además, Cristo se refiere en muchas ocasiones a ellas. En la parábola de la dracma perdida, los sentimientos de la mujer que busca una moneda representan los sentimientos de Dios para con el pecador (cf. Lc 15, 8-10); defiende a la mujer que le unge los pies en un banquete (cf. Mc 14, 3-9); sale en defensa de la mujer adúltera que iba a ser lapidada (cf. Jn 8, 3-11); se dirige, contra toda costumbre, a una mujer samaritana en un lugar público y ella, extrañada, le pregunta: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4, 9); declara la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio, cuando afirma: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11-12); confía a una mujer –María Magdalena–, la misión de anunciar a los apóstoles su resurrección (cf. Jn 20, 17) y, por último, sólo a una mujer, a su Madre, concede el don de no tener pecado original (la Inmaculada Concepción). Esto no lo otorgó a ningún hombre, ni siquiera a su padre putativo, san José.

Misiones diversas

Estrictamente hablando la misión del hombre dentro de la Iglesia no es superior a la misión de la mujer. Se trata más bien de misiones distintas, ambas con igual dignidad. En la declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe se afirma: «El único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cf. 1 Cor 12-13). Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos». La autoridad que ejercen los ministros tiene su fuente en la autoridad de Dios y no en una presunta superioridad de ellos sobre el resto del pueblo cristiano.

Podríamos preguntarnos por qué Cristo asignó de este modo las tareas dentro de la Iglesia. Algunos podrían responder usando argumentos de tipo psicológico. Es decir, las diferencias que existen entre el modo de ser femenino y masculino harían más o menos apto a determinado sexo para ciertas tareas. Sin embargo, como nos enseña la experiencia, es difícil encontrar un consenso general en este punto.

La Iglesia no ha buscado ahí una respuesta. Simplemente ha querido respetar la voluntad de Cristo, sin cuestionarla o contradecirla: si Cristo asignó de este modo las tareas en la vida de la Iglesia, por algo fue. Esto no es fideísmo o abdicación arbitraria de la propia racionalidad, como a primera vista podría parecer. Para los creyentes, Cristo no es un hombre más, sino el hijo de Dios quien posee una sabiduría más profunda que la sabiduría de los hombres. Al obrar así el creyente no mutila su razón, más bien, reconoce que ésta tiene unos límites y que no puede conocerlo todo. Dice san Pablo:

¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!
En efecto, ¿quién conoció el pensamiento de Señor?
O ¿quién fue su consejero?
O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? (Rm 11,33)
El creyente, cuando acata la voluntad de Cristo –en este y en otros campos–, no lo hace como un acto de irracionalidad, sino como una acto de confianza en Aquél que sabemos que no miente (a diferencia de los hombres…). Algo semejante sucede en las relaciones humanas donde muchas cosas no se verifican racional y científicamente. Por ejemplo, el niño no pide a su madre constantemente pruebas de todo; él sabe que mamá sólo quiere su bien y no necesita más explicaciones. En resumidas cuentas, la Iglesia respeta la distribución de tareas para hombres y mujeres hecha por Cristo, fiándose de su palabra y sabiduría. Se trata de una cuestión de fe o, dicho de otro modo, de querer o no fiarse de Cristo.

Rigor y sano escepticismo

Es importante saber distinguir entre “verdadero” y “verosímil”. No todo lo verdadero es verosímil ni todo lo verosímil es verdadero. Hay cosas que parecen verdaderas, pero no lo son. Son solo verosímiles. Esto es lo que sucede con la teoría de que los apóstoles relegaron a la mujer en la vida de la Iglesia primitiva. Si no se reflexiona en todos los datos del Evangelio comentados anteriormente, puede parecer algo verosímil, sobre todo porque en nuestros días hay una gran sensibilidad hacia la dignidad y papel de la mujer.

Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado. En aquel entonces no existía, como ahora, una sensibilidad tan grande hacia la igualdad de sexos (y qué bueno que existe). No podemos dar como un hecho que ellos veían este problema con la misma preocupación con que lo vemos nosotros.

Conviene, por el contrario, mirar nuestro tiempo con sencillez y cuidarnos de un sutil complejo de superioridad, es decir, de pensar que nosotros sí hemos descubierto algo que no pudieron ver quienes nos precedieron. En otras palabras, como si todos los hombres que vivieron antes que nosotros fueran tontos o ingenuos.

Dice la Biblia sabiamente: «Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. (…) Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol» (Ecles 1, 4 y 9).

Por: Adolfo Güémez | Fuente: Buenas Noticias

El grano de mostaza



Echa simiente, duerme, y la semilla va creciendo sin que él sepa cómo.

Marcos 4, 26-34.
También decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega». Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.

Reflexión
El Evangelio nos presenta dos parábolas de Jesús: la de la semilla que crece, y la del grano de mostaza. Ambas parábolas pueden ser aplicadas a la vida de la Iglesia, como a la vida del alma humana.

La vida de la Iglesia
“El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra”. ¿Quién es este sembrador?” Nada menos que Dios. El Señor ha querido compararse con un agricultor. Es Él quien arroja la semilla. ¿Y cuál es esta semilla? Es Jesucristo, nuestro Señor. Él es el grano de trigo, que vino del cielo y cayó en la tierra. Él mismo lo dijo: “Si el grano de trigo no muere queda infecundo”. Su misterio pascual, misterio de muerte y de resurrección es el misterio de un grano que muere y de un grano que resucita, que brota, y que va creciendo.

¿Y dónde va creciendo? Va creciendo en la Iglesia, fruto de la muerte de Cristo, de su sangre derramada. Si miramos la Iglesia el día en que el Señor ascendió a los cielos, nos espantamos por su pequeñez. Era el primer tallo, débil, tembloroso. La venida del Espíritu santo el día de Pentecostés hizo que ese grupo reducido tuviera el coraje de salir a la luz pública. Y allí comenzaron las conversiones.

Los apóstoles se repartieron por todo el mundo, siguiendo las rutas del Imperio Romano, por tierra y por agua. Brotaron, entonces, las pequeñas comunidades, plantadas también ellas sobre la sangre de los mártires. Y así esa Iglesia, que vimos tan pequeña en el Cenáculo, se fue extendiendo, creciendo, de día y de noche, hasta hacerse inmensa. Como dice la parábola de hoy: La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.

Impresiona como el Señor escogió a un grupito de personas débiles para convertir al Imperio más grande de aquella época. Dice San Pablo que Dios eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes. Los apóstoles eran humildes y pequeños, pescadores y publicanos. Eran la semilla de mostaza que, cuando se la siembra, es la más pequeña, pero después crece y llega a ser la más grande de las legumbres.

La vida del alma humana
Esto que hemos considerado con respecto a la Iglesia universal, podemos también aplicarlo a cada uno de nosotros. El día en que fuimos llevados a la pila bautismal, Dios sembró la fe en nuestra alma. La fe es un don de Dios, viene de Dios, el sembrador de la vida divina. Una fe inicial, pequeña, como el grano de mostaza. Pero, a partir del día, en que adquirimos el uso de la razón, esa fe comenzó a crecer. Porque nuestra fe tiene una historia, con sus altos y sus bajos. Pero si nos mantenemos fieles, nuestra fe tiende a crecer contra viento y marea, hasta hacerse un árbol sólido donde anidan los pájaros.

La fe es, pues, como una semilla en nuestra alma, comparable a un grano de mostaza. También lo es la palabra de Dios, gracias a la cual nuestra fe va creciendo. El mismo Jesús comparó la palabra con una semilla que se anida en el corazón. Esa palabra está allí para edificar e implantar nuevas virtudes, para destruir y arrancar viejos vicios.

Si la ahogamos con nuestras preocupaciones terrenas, con nuestro egoísmo, con nuestras deslealtades, entonces esa semilla queda sofocada y perece. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos la hermosa expresión: “la palabra del Señor crecía”. Así debe suceder en el interior de cada uno de nosotros. ¡Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica!

Queridos hermanos, pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús, de ese Jesús que se hizo semilla por nosotros, grano de trigo molido en la pasión, alimento de las almas en la Eucaristía. Pidámosle, por eso, que crezca cada día más en nuestro corazón y que nos transforme por dentro, para que así su semilla se vuelva fecunda.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.


Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer 

miércoles, 25 de enero de 2017

¿Rezas mecánicamente?

 
La gente en general (creyentes, practicantes, observantes, católicos de palabra, etc.) creen en la efectividad de la oración y creen que si elevan alguna plegaria a Dios, ésta tendrá efectos en los destinatarios.

Si a ti al igual que a mí, te llama profundamente la atención, incluso te incomoda un poco, ver a tanta gente compartiendo fotos, cadenas de oración y hashtags del tipo #PrayForJuanito y te preguntas: ¿será que esta gente realmente reza o solo comparte una imagen? Y después de unos minutos te vuelves a preguntar: ¿será que rezaron por todas las otras tragedias que han ocurrido desde hace años con las mismas ganas con las que lo hacen ahora? Te invito a tomar aire, tranquilizarte un poco y juntos mirar con calma esta situación.  Hay algo bueno detrás de todo esto. El Señor siempre se aprovecha de lo que ocurre a nuestro alrededor para darnos una lección.

Te propongo una tesis: la gente en general (creyentes, practicantes, observantes, católicos de palabra, etc.) creen en la efectividad de la oración y creen que si elevan alguna plegaria a Dios, ésta tendrá efectos en los destinatarios. Sabemos que la oración no consiste en enviar buenas vibras para que el cosmos se ponga a favor de alguien o que los astros se alineen generando las condiciones necesarias para que ocurra algo. Creemos que nuestra oración a Dios tiene efectos reales que afectan la vida de los demás, incluso creemos que Dios puede cambiar las situaciones si rezamos pidiendo por ellas. Eso es un signo esperanzador. Las personas siguen creyendo en el poder de la oración. Nadie puede negar que esto es un don.

¿Qué te parece si tomamos ese salvavidas que nos regala el Señor y aprovechamos la oportunidad de aprender, enseñar y motivar en la práctica de la oración? ¿Qué te parece dejar de ser parte de la policía de Facebook que critica a todo el mundo (como lo hago yo), y ser más bien de los pastores de Facebook que toman las buenas intenciones y las convierten en santas intenciones? Acá te dejamos algunas reflexiones con respecto a esto:

1. Incluso en quienes menos lo esperamos, hay fe. Aprendamos a distinguirlo

En el mundo hay fe. Dios se manifiesta en la vida de las personas, incluso en la de aquellos en los que nosotros no tenemos puestas nuestras expectativas espirituales y que no etiquetaríamos en los afiches de nuestros eventos evangelizadores. El Señor es bueno y pone en sus corazones la intención de rezar. Aunque se quede en la intención, esto ya es un primer paso, un paso positivo.

2. Dios no quiere el sufrimiento en ninguna de sus formas

No podemos culpar a Dios por las cosas que los hombres hacemos mal y nadie puede decir que Dios permite que pasen estas cosas para que nosotros aprendamos una lección. Dios no quiere las tragedias, y quizás sufre más que nosotros. Estos momentos (no deseados por Él ni por nadie) son oportunidades de encuentro y de conversión.
“Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni siquiera ha venido a explicarlo. Ha venido a llenarlo con su presencia. Quedan muchas cosas oscuras; pero hay una cosa, al menos, que no podemos decirle a Dios: ‘Tú no sabes lo que es sufrir’”.Paul Claudel

 3. No dejemos que se acabe el impulso

Ver tanta gente motivada, inspirada y conmovida es un tremendo impulso de oración, y aunque muchos realmente no se hayan detenido a hacer una plegaria real, podemos aprovechar su intención y seguir animándolos. La oración no es una campaña que tiene una fecha de término: es una forma de relacionarnos con Dios y estas “campañas” pueden ser el momento de inicio de esa relación para muchos. Aprovechemos la oportunidad, aprendamos y enseñemos a rezar.

4. Visibilicemos al invisible

Muchos han aprovechado para visibilizar otras situaciones terribles argumentando que ocurren desde hace mucho tiempo y que nadie rezaba por ellas, pero lo hacen de forma incómoda, morbosa, haciendo que no den ganas de rezar. El Apóstol en su rol de profeta, anuncia y denuncia. Valgámonos de estas oportunidades y sigamos mostrando el rostro sufriente de Cristo, no solo para informar, sino para ayudar a los demás a comprender que nuestra oración como Iglesia es importante. El Señor espera que nos sumemos a esta batalla espiritual con una actitud espiritualmente activa.

5. Detengámonos primero

¿Cuántas veces nos hemos comprometido en las redes sociales y en vivo y en directo a rezar por alguien? Detente. Sinceramente haz una parada en el día y ofrece esa oración que tantos necesitan de ti. El territorio más difícil de misionar es el propio corazón.

6. Recordemos que no le estamos hablando al aire

Esta es la tesis que fundamenta este post. Creemos que cuando rezamos pasan cosas, no porque nuestras buenas vibras y deseos se teletransporten, sino porque Dios pone su mirada y atención en nuestros deseos y anhelos; en la generosidad y en la rectitud de nuestros corazones y, si es su voluntad, nos concede las gracias que tanto le pedimos.  Es con Dios con quien entablamos esta conversación. Creer en esto, ponerlo en práctica y confiar en la respuesta de Dios, es un don que no debemos dejar de compartir. ¡A rezar!
 
Por: Sebastian Campos | Fuente: Catholic-link.com 

¿Por qué existe el mal?

 Si queremos luchar contra el mal y desterrarlo del mundo, debemos comenzar por nosotros mismos.

¿Quisieramos que no existiese el mal?

Esto puede ser posible, sí, pero no depende de Dios. Dios es bueno, y perfecto, y hace todo así. Estas son las palabras del Génesis: “Y vio Dios que todo era bueno”. Dios creo al hombre libre, es decir, con el poder de decidir lo que hacemos, con el poder de hacer el bien o hacer el mal. Porque nos creó con una alma, nos da la libertad de hacer el bien o el mal. Tan grande es su amor que no interrumpe nuestra libertad. Quiere que nuestras buenas acciones y nuestro amor sean puros, auténticos y reales, y que vengan de nosotros mismos libremente.

Hay que distinguir entre el mal físico y el mal moral. El primero se origina cuando se cruzan y "chocan" fuerzas físicas y químicas que existen independientemente de nuestro querer. Si conociésemos todas esas leyes se podrían evitar muchas catástrofes, pero es claro que no siempre controlamos todo lo que va a ocurrir (el rayo que caerá cerca de casa, la bacteria que se difunde por todos lados, el mosquito que transmite la malaria, el terremoto que derrumba cientos de casas).

Existe otro mal que depende de cada uno: el mal moral. Este mal nace cuando usamos nuestra libertad no para hacer el bien, sino para buscar un fin egoísta que implica dañar a otros. Este mal es la fuente de muchos dolores y angustias de la humanidad. Dios, sin embargo, no puede impedirlo, pues, de lo contrario, tendría que quitarnos la libertad.

Desde luego, es muy alto el riesgo que nace de esa libertad, pues permite que puedan existir hombres como Hitler, Stalin o Mao. Pero no hemos de olvidar que esa misma libertad es la que hace que puedan existir también un Francisco de Asís, una Madre Teresa de Calcuta, un Papa Juan Pablo II. A cada uno le toca decidir de qué lado se va a colocar en la historia de la lucha entre el bien y el mal. Desde que Cristo vino al mundo, la opción por el bien es posible para todos: basta con dejarnos tocar por su amor redentor.

Pero... ¿Por qué un Dios bueno permite el sufrimiento de los niños y de los inocentes?

Un niño, un inocente, sufre como consecuencia del pecado original. Antes del pecado original, el mal no existía en el mundo. Todo era perfecto y armonioso, pero Adán rompió esta armonía con su desobediencia en el Jardín. Somos el culmen de la creación. Cuando pecamos, la creación perdió su orden. Por ello el mal y el sufrimiento entraron el mundo y existen hasta hoy. Cuando pecamos nos elegimos a nosotros mismos sobre Dios, con un amor egoísta.

Si queremos luchar contra el mal y desterrarlo del mundo, debemos comenzar por nosotros mismos. Somos los responsables de quitarlo del mundo, y lo haremos contraponiéndole el bien. Cristo, con su amor a nosotros hasta la muerte a la cruz, nos muestra que el sufrimiento es inevitable en esta vida, pero que puede ser una cosa buena, y hasta causa de redención eterna. Si queremos el bien, tenemos que hacerlo libremente. Dios no nos fuerza a hacerlo. Quiere nuestro amor libre. ¿De qué le sirve un amor obligado?

La existencia de Dios y la ciencia

 Si buscamos la existencia de Dios en el materialismo no lograremos nunca tocarlo físicamente, pero él está presente en toda la naturaleza.

No sólo existe lo que conocemos físicamente.
Si buscamos la existencia de Dios en el materialismo no lograremos nunca tocarlo físicamente, pero él está presente en toda la naturaleza: la ciencia humana nunca descifrará la energía espiritual, lo sobrenatural, ni los misterios de la fe.
Dios no es un ser común. El se sitúa fuera de éste orden, está por encima de lo físico material, siendo una voluntad divina, es una causa que se eleva por todo el ser.
Sabemos imperfectamente lo que Dios es. Sin poder aprehender su esencia en sí misma.
Dios es la esencia de la vida, misterio inaccesible a la simple razón, posee propiedad absoluta, tarde o temprano lo llegamos a conocer en su esencia misma, como El es.
La fe, que es el conocer a Dios sin verlo, es el inicio de la vida eterna, una virtud sobrenatural.
La metafísica o « teología natural », es una ciencia que ordena lo racional o natural, parte de las cosas visibles, investigando la razón última, llega así al reconocimiento de la existencia de Dios por analogía, partiendo de la naturaleza.
La teología es la ciencia que nos conduce a los misterios revelados, arraigada en la fe, acompañada de la razón, es la ciencia de Dios: es la luz de la razón acompañada de la fe.
Los antiguos definían la Ciencia como el conocimiento de las cosas por sus causas (cognitio rerum per causas).
Se puede definir también que existen ciencias por el conocimiento de su demostración, por el conocimiento explicativo.
La ciencia general tiene por objeto las necesidades inmanentes a la naturaleza, a las esencias universales realizadas en los individuos, en el mundo de la existencia concreta y sensible.
La ciencia está limitada a lo necesario, va a los objetos inteligibles que el espíritu busca y desentraña dentro de la realidad, no es para tratar lo contingente, debe ser de carácter universal. Es el conocimiento de las cosas por sus principios o causas.
Existen ciencias de verificación y de explicación. Todas las ciencias tienen naturalezas o esencias universales: unas naturalezas son conocidas o manifestadas, aunque nunca se llega al conocimiento total, a éstas las llamamos ciencias deductivas o de explicación, como son las matemáticas y la filosofía.
En matemáticas se trata del dato sensible de la cantidad o edificando sobre él, que en lo real son propiedades de los cuerpos.
En filosofía el espíritu capta esencias substanciales, dependiendo del método analítico-sintético de la experiencia, del exterior al interior, así se conocen los efectos de las causas.
La esencia se conoce por analogía, por su espíritu inteligible, encierra verdades eternas, como la existencia de Dios.
Las ciencias de verificación o inductivas, como la física, donde el conocimiento de las razones o causas se dan por los efectos, son identificadas por signos o subtítulos, tienen por objeto el estudio de la materia, pero no necesariamente trascienden en el tiempo, no alcanzan las naturalezas, tienen un valor explicativo :
Un conocimiento es donde el espíritu constreñido por la evidencia, asigna las razones de ser de las cosas, ya que el espíritu no queda satisfecho sino cuando al aprehender una cosa, un dato cualquier, desentraña lo que funda ese dato en el ser y en la inteligibilidad.
Para conocer a Dios podemos partir de la naturaleza, la increíble maravilla del cuerpo humano, de las cosas que demuestran que existe un motor que se mueve, sin ser movido.
El conocimiento del científico es para ocuparse del fenómeno, de la apariencia del ser, utilizando los sentidos como instrumentos, es un conocimiento sensorial, diferente al metafísico que penetra en el ser utilizando la inteligencia, cuya capacidad es abstracta, se interesa en el ser en su esencia, en cuanto ser, sin negar el conocimiento sensible del científico.

Santo Tomás de Aquino explica las cinco pruebas de la existencia de Dios, comprendidas así:
1.- Existe un PRIMER MOTOR INMOVIL.
Todo sujeto es movido por otro, hay cosas que son movidas, otras que se mueven, pero hay algo que se mueve sin ser movido...ESE ES DIOS.
2.- CAUSA EFICIENTE INCAUSADA, que es la imposibilidad de un progreso infinito, es la prueba de las causas eficientes del ser.
3.- LA ULTIMA FUENTE DE TODA NECESIDAD, es necesario no por otro.
Lo que no tiene en sí la razón suficiente de su existencia debe tenerla en otro: es la contingencia.
Es la prueba por la contingencia de los seres perecederos.
4.- LOS GRADOS DEL SER. SER POR ESENCIA.
Existen varias perfecciones en el mundo, pero sólo hay una fuente perfecta: DIOS.
5.- PRIMERA INTELIGENCIA CREADORA. Es el principio de la finalidad: todo tiende a su fin.
Las cosas inanimadas tienden a su conclusión, es obra de alguna que está fuera de ellas.
Sólo las cosas vivientes pueden tener finalidad.
El tema de la existencia de Dios y la ciencia sigue siendo permanente, Dios seguirá para toda la eternidad…él es y mueve la naturaleza.

Por: José Gómez Cerda | Fuente: Catholic.net 

La Biblia y la Tradición



 ¿Qué dice la Biblia de sí misma?¿Y qué decir de lo que la misma Biblia enseña sobre su inspiración?

Los Reformadores Protestantes decían que la Biblia es la única fuente de las verdades de la fe, y que para entender su mensaje había tan solo que leer las palabras del texto. Es lo que se llama la teoría protestante de la sola scriptura, o en español "solamente la Biblia". Según esta teoría, ninguna autoridad no bíblica puede imponer una interpretación, y ninguna institución extrabíblica -por ejemplo la Iglesia- ha sido establecida por Jesucristo para hacer las veces de árbitro en caso de conflictos de interpretación.

Como buenos herederos de los Reformadores, las sectas fundamentalistas trabajan sobre la base de esta teoría, y no pierden oportunidad para sacar a relucir su principio, que por otro lado parecería ser su arma mas efectiva, algo que ellos aceptan como el fundamento indiscutible de sus puntos de vista.

Sin embargo, no hay cosa más difícil en el diálogo con los fundamentalistas que querer hacerlos demostrar porqué creen ellos en el principio de que la Biblia solamente, separada de toda otra fuente de autoridad, sea suficiente en cuestiones de fe. La cuestión se reduce a saber cuál es el motivo que un Fundamentalista tiene para creer que la Biblia es un libro inspirado, pues es obvio que ella puede tomarse como regla de fe solamente en el caso que pueda ser comprobada su inspiración, y por ende su inerrancia.

Claro que se trata de una cuestión que no preocupa demasiado a la mayoría de los cristianos, y ciertamente son pocos los que le ha brindado atención alguna vez. En general se cree en la Biblia porque es el libro aceptado por todos los cristianos, cuya autoridad no se discute; aún vivimos en tiempos en los que los principios cristianos influyen en la cultura y en el medio en el que vive la mayoría de la gente.

Un cristiano tibio que no daría ni la más mínima credibilidad al Corán, pensaría dos veces antes de hablar mal de la Biblia, ya que esta goza de cierto prestigio, aún cuando no pueda explicarla ni entenderla demasiado. Podría decirse que esa persona acepta la Biblia como inspirada -cualquiera sea su entendimiento de la inspiración- por razones de tipo cultural, razones que, sin duda, son de escaso o ningún valor, ya que por las mismas razones el Corán debería ser tenido como inspirado en países de cultura musulmana.

"Para mí es motivo suficiente"
Dígase lo mismo ante quien sostiene que la familia en la que uno vino al mundo siempre tuvo la Biblia como libro inspirado, y "para mí eso basta". Sería un buen motivo solamente para aquel que no pueda hacer un trabajo de reflexión serio, y no debemos nunca despreciar una fe sencilla, sostenida sobre fundamentos más bien débiles. Pero sea como sea, la mera costumbre familiar o local no puede establecerse como la base para creer en la inspiración divina de la Sagrada Escritura.

Algunos sectarios dicen que la Biblia es un libro inspirado porque "es un libro que inspira". Pero la palabra inspiración es precisamente lo que se quiere probar, y tengamos en cuenta que hay muchos escritos religiosos y muy antiguos que ciertamente son mas "inspirados" o "emotivos" que muchos textos, incluso libros enteros, del Antiguo Testamento. No es falta de respeto afirmar que ciertas partes de los escritos sagrados son tan áridos como lo serían estadísticas militares; ¡y algunas partes de la Biblia (Antiguo Testamento) son eso, estadísticas militares!

Por ello concluyamos que no es suficiente creer en la Sagrada Escritura por motivos culturales o por costumbre, ni tampoco por sus textos emotivos o su belleza espiritual: hay otros libros, alguno totalmente seculares, que sobrepasan en belleza poética muchos pasajes de la Escritura.

¿Qué dice la Biblia de sí misma?
¿Y qué decir de lo que la misma Biblia enseña sobre su inspiración? Notemos que son muy pocos los pasajes donde la Biblia misma enseña su inspiración, aunque sea de modo indirecto, y la mayoría de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento no dicen absolutamente nada sobre su inspiración. De hecho ningún autor de los libros del Nuevo Testamento dice estar escribiendo bajo el impulso del Espíritu Santo, excepto San Juan al escribir el Apocalipsis.

Además, en el supuesto caso de que cada libro de la Biblia comenzase con la frase: "Este libro es inspirado por Dios", semejante frase no probaría nada: el Corán dice estar inspirado, el Libro del Mormón, varios libros de algunas religiones orientales. Es más, lo libros de Mary Baker Eddy, la fundadora de la Ciencia Cristiana, y de Ellen G.White, fundadora del Adventismo del Séptimo Día se auto-declaran inspirados. Se puede concluir, con bastante sentido común, que el hecho de que un escrito se atribuya cualidades de inspiración divina no quiere decir que así lo sea.

Al fallar estos argumentos, muchos fundamentalistas retroceden y nos afirman que "el Espíritu Santo me dice claramente que la Biblia es inspirada", una noción bastante subjetiva, por decir lo menos, muy afín con aquella otra, tan común entre los sectarios, de que "el Espíritu Santo los guía para interpretar las Escrituras". Y así, el autor anónimo del artículo "Cómo puedo entender la Biblia", un folleto distribuido por la organización evangélica "Radio Bible Class" enlista doce reglas para estudiar la Biblia. La primera es "Busca la ayuda del Espíritu Santo. El Espíritu fue dado para iluminar las Escrituras y hacerlas revivir para ti cuando la estudies: deja que te guíe".

Si con esta regla se entiende que cualquier persona que pida a Dios guía para interpretar la Biblia recibirá esa guía de lo alto -y en este sentido lo entienden la mayoría de los fundamentalistas- entonces la multiplicidad de interpretaciones contrarias y contradictorias, aún entre los mismos Fundamentalistas, daría la preocupante sensación de que el Espíritu Santo no ha estado haciendo bien su trabajo...

No con silogismos
Gran parte de los fundamentalistas no dicen directamente que el Espíritu Santo les habló, asegurándoles que la Biblia es un libro inspirado. Al menos no hablan de ese modo. Más bien sucede así: al leer la Biblia el Espíritu "los convence" que esa es la Palabra de Dios, reciben cierta sensación interior de que es una palabra divina, y punto.

De cualquier modo que se lo vea, la postura fundamentalista no resiste un razonamiento serio. Son contados con los dedos de la mano los fundamentalistas que en un primer momento se acercan a la Biblia como a un libro "neutral", y luego de su lectura lo reconocen como tal, siguiendo un razonamiento lógico. De hecho los fundamentalistas comienzan dando por supuesto el hecho de la inspiración, tal como toman otras doctrinas de sus sectas sin razonar sobre ellas, y entonces encuentran partes de la Sagrada Escritura que parecen fundamentar la inspiración, cayendo así en un círculo vicioso, confirmando con la Biblia lo que ellos crían de antemano.

La persona que quiere reflexionar seriamente sobre el tema se defraudará con la posición fundamentalista de la inspiración bíblica, dándose cuenta de que no cuenta con una base sólida para mantener esa teoría. La posición católica es la única que, al fin de cuentas, puede dar una respuesta intelectualmente satisfactoria.

La manera de razonar católica para demostrar que la Biblia es inspirada es la siguiente: en un primer paso consideramos la Biblia como cualquier otro libro histórico, sin presumir que es inspirado. Estudiando el texto bíblico con los instrumentos de la ciencia moderna llegamos a la conclusión que se trata de una obra confiable, de gran precisión histórica, cuya precisión sobrepasa en mucho la de cualquier otro texto histórico.

Un texto preciso
Sir Frederic Kenyon, en The Story of the Bible hace notar lo siguiente: "Para todas las obras de la antigüedad clásica nos vemos obligados a acudir a manuscritos escritos mucho después del original. El autor que lleva la delantera en este sentido es Virgilio, aún cuando el manuscrito más antiguo que de él poseemos fue escrito 350 años después de su muerte. Para todas las demás obras clásicas, el intervalo que existe entre la fecha del escrito original y la del manuscrito más antiguo que de él se conserva es mucho mayor: para Livio es de unos 500 años, para Horacio de 900, para la mayoría de la obras de Platón es de 1300, para Eurípides 1600". Aún así, nadie pone seriamente en duda el hecho de que poseemos copias fieles de las obras de estos autores.

No solamente poseemos manuscritos bíblicos más cercanos a los originales que los de la antigüedad clásica, sino que poseemos un número mucho mayor que aquellos. Algunos de estos manuscritos son libros enteros, otros son fragmentos, otros tan sólo algunas palabras, pero todos ellos juntos suman miles de manuscritos en hebreo, griego, latín, copto, siríaco y otras lenguas. Todo esto significa que poseemos un texto rigurosamente fiel, y podemos trabajar con él con toda confianza.

Tomado históricamente
En un segundo momento dirigimos nuestra atención a lo que la Biblia, considerada sólo como libro histórico, nos enseña, particularmente en el Nuevo Testamento y en los Evangelios. Examinamos el relato de la vida de Jesús, su muerte y su resurrección.

Usando lo que nos transmiten los Evangelios, lo que leemos en otros escritos extrabíblicos de los primeros siglos y lo que nos enseña nuestra propia naturaleza -y lo que de Dios podemos conocer por la luz de la razón- concluimos que Jesús o bien era lo que decía lo que era -Dios- o bien estaba loco. (Sabemos que no pudo haber sido tan solo un buen hombre que no fuese Dios, porque ningún buen hombre se atribuye el ser Dios, si no lo es).

También podemos excluir que era un loco, no solamente por lo que él dijo y enseño -ningún loco habló jamas como lo hizo él, aunque tampoco un hombre cuerdo nunca habló así...-, sino por lo que sus seguidores hicieron después de su muerte. Un fraude (la tumba supuestamente vacía) se comprende, pero nadie da la vida por un fraude, al menos por uno que no tiene ninguna perspectiva de provecho. En conclusión, debemos afirmar que Jesús verdaderamente resucitó, y que por lo tanto era Dios, como él decía, e hizo lo que prometió que iba a hacer.

Otra cosa que él dijo que haría es fundar su Iglesia, y tanto de la Biblia (tomada aún como simple libro histórico, no como libro inspirado por Dios) como de otras fuentes históricas antiguas sabemos que Cristo estableció una Iglesia con las notas que hoy vemos en la Iglesia Católica: papado, jerarquía, sacerdocio, sacramentos, autoridad para enseñar y como consecuencia de esta última, infalibilidad. La Iglesia de Cristo debía gozar de infalibilidad de enseñanza si iba a cumplir aquello para lo cual Cristo la fundó.

Hemos tomado materia meramente histórico y hemos concluido que existe un Iglesia, la Iglesia Católica, protegida por Espíritu Santo para que pueda enseñar hasta el fin de los tiempos sin error. Vayamos entonces a la última parte del argumento.

Esa Iglesia nos dice que la Biblia es inspirada, y podemos confiar en su enseñanza porque se trata de una enseñanza autorizada, infalible. Sólo después de haber sido enseñados por una autoridad propiamente constituida por Dios para transmitirnos las verdades necesarias para nuestra fe, tal como la inspiración de la Biblia, sólo entonces podemos usar de las Escrituras como de un libro inspirado.

Un argumento en espiral
Hay que notar que nuestro argumento no cae en un circulo vicioso: no estamos basando la inspiración de la Biblia en la infalibilidad de la Iglesia y la infalibilidad de la Iglesia en la palabra inspirada de la Biblia; eso sería precisamente un circulo vicioso.

Lo que hemos hecho se llama argumento en espiral: por un lado hemos argumentado sobre la confiabilidad de la Biblia como texto meramente histórico; de allí sabemos que Jesús fundó una Iglesia infalible, y sólo entonces tomamos la palabra de esa Iglesia infalible que nos enseña que la palabra que nos transmite la Biblia es una palabra inspirada, Palabra de Dios. No se trata de un circulo cerrado, ya que la conclusión final (la Biblia es la Palabra de Dios) no es el enunciado del cual partimos (la Biblia es un libro históricamente confiable), y este enunciado inicial no esta basado en absoluto en la conclusión final. Lo que hemos demostrado es que, si excluimos a la Iglesia, no tenemos suficientes motivos para afirmar que la Biblia es la Palabra de Dios.

Claro que lo que acabamos de discutir no es precisamente el razonamiento que la gente habitualmente hace al acercarse a la Biblia, pero es la única manera razonable de hacerlo, a la hora de preguntarnos porqué creemos en la Biblia. Todo otro razonamiento es insuficiente; tal vez haya argumentos más cercanos a la gente desde el punto de vista psicológico, pero estrictamente son argumentos en el fondo no convincentes. En matemáticas aceptamos "por fe" (no en el sentido teológico del termino, claro) que dos más dos son cuatro. Es una verdad que nos parece evidente y satisfactoria sin demasiados argumentos, pero el que quiera estudiar el profesorado de matemáticas tendrá que estudiar un semestre entero tratando de probar esas verdades "obvias".

Razones inadecuadas
El punto aquí es el siguiente: los fundamentalistas tienen mucha razón en creer que la Biblia es un libro inspirado por Dios, pero sus razones para creerlo son inadecuadas, insuficientes, ya que la aceptación de la inspiración divina de las Escrituras puede basarse satisfactoriamente sólo en una autoridad establecida por Dios que nos lo asegure, y esa autoridad es la Iglesia.

Y precisamente aquí llegamos a un problema más serio: puede parecerle a alguno que mientras yo crea en la Biblia como en la Palabra de Dios poco importa el motivo por el cual lo crea: lo importante es que acepto la Biblia como la Palabra de Dios. Pero el motivo por el cual una persona cree en la Biblia afecta sustancialmente la manera de interpretar la Biblia. El creyente católico cree en la Biblia porque la Iglesia así se lo enseña, y esa misma Iglesia tiene la autoridad de interpretar el texto inspirado. Los fundamentalistas, por su lado, creen en la Biblia -aunque basados en argumentos poco convincentes- pero no tienen ninguna otra autoridad para interpretar el texto bíblico excepto sus propios puntos de vista.

El Cardenal Newman lo expresaba en 1884 de la siguiente manera: "Ciertamente que si las revelaciones y enseñanzas bíblicas del texto sagrado se dirigen a nosotros de una manera personal y práctica, se hace imperante la presencia formal en medio de nosotros de un juez y expositor autoritativo de esas revelaciones y enseñanzas. Es antecedentemente irracional suponer que un libro tan complejo, tan poco sistemático, en partes tan oscuro, fruto de tantas mentes tan distintas, lugares y tiempos diferentes, fuésenos dado desde lo alto sin una autoridad interpretativa del mismo, ya que no podemos esperar que se interprete a sí mismo.

El hecho de que sea un libro inspirado nos asegura la verdad de su contenido, no la interpretación del mismo. Como puede el simple lector distinguir lo que es didáctico de lo que es histórico, lo que es un hecho de lo que es una visión, lo que alegórico de lo que es literal, lo que es un recurso idiomático y lo que es gramatical, lo que se enuncia formalmente de lo que ocurre como al paso, cuales son las obligaciones que obligan siempre y cuales obligan sólo en determinadas circunstancias.

Los tres últimos siglos han probado tristemente que en muchos países ha prevalecido la interpretación privada de las Escrituras. El regalo de la inspiración divina de las Escrituras requiere como complemento obligatorio el don de la infalibilidad de su interpretación"

Las ventajas del razonamiento católico son dos: en primer lugar, la inspiración es estrictamente demostrada, no sólo "sentida". Segundo, el hecho principal que late detrás de este razonamiento -la existencia de una Iglesia infalible, docente- nos conduce como de la mano a dar una respuesta a la pregunta del eunuco etiope (Hechos 8:31): ¿Cómo sabemos qué interpretaciones del texto son las correctas? La misma Iglesia que autentica la Biblia, que establece su inspiración, es la autoridad establecida por Jesucristo para interpretar su Palabra.

Por: Catholic.net | Fuente: www.apologética.org