jueves, 16 de marzo de 2017

El Señor es mi pastor nada me falta, excepto mi Tablet!

Es fácil decir, “el señor es mi pastor, nada me falta”, pero es otra cosa vivirlo.


El otro día fui a un centro comercial para cambiar unos regalos. Sé que es un poco tarde para eso, pero parecía que día tras día citaba inconscientemente un gran verso de Lope de Vega, “mañana (…), para lo mismo responder mañana…”. Me fui en Uber-pool (compartes viaje con otra persona, en este caso una Italiana que hablaba español bastante bien) y todo parecía un viaje normal… y, lo fue.

Fue hasta estar pidiendo el Uber de regreso que me di cuenta que no tenía mi Kindle conmigo. Como se podrán imaginar empecé a paniquear y regresé al centro comercial preguntando por todos lados, pero nadie había visto mi lector electrónico. Entré al app de Uber para reportar una cosa perdida y me pasaron primero el teléfono de un ser humano que no tenía nada que ver. Luego, me dieron otro teléfono y no respondía… resultó ser el teléfono del hijo del chofer. Para esto también traté de llamar a Liverpool y resultó ser el teléfono de una señora un tanto cuanto saturada de llamadas de personas pensando llamar al titán en tiendas departamentales. (historia verídica… el teléfono que sale en internet para el Liverpool es un número privado de una heroína y mártir de la paciencia en esta gran ciudad…)

Como podrán imaginarse fue una tarde bastante frustrada y caótica. Al final no pude solucionar nada y siendo religioso Legionario de Cristo después de la cena comunitaria pase a las oraciones de la noche para agradecerle a Dios el día… y pedirle si me echaba una mano para encontrar mi Kindle.

Nosotros rezamos todos los días una hora de meditación en la mañana. Es una tradición en la vida religiosa de siglos y es nuestro momento para estar solo con Dios. Normalmente medito el evangelio y la liturgia del día. Ayuda, pues como dice el Papa Francisco, “Cada vez que yo leo el Evangelio, encuentro a Jesús.” Y, esa noche, desconociendo el paradero actual del lector electrónico, tomé el misal mensual, lo abrí y lo primero que alcancé a leer fue, “El Señor es mí pastor, nada me falta.” Y de inmediato me vino, “… excepto mí Kindle!!” Me sorprendió mi reacción porque esas reacciones son lo que normalmente llevas en el corazón.

Es fácil decir, “el señor es mi pastor, nada me falta”, pero es otra cosa vivirlo. Lo que dice este salmo es muy fuerte y difícil: que Dios sea todo para ti. Ya lo decía santa Teresa de Jesús, “¡El que a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta!” Pero ese momento en el que nos roban el celular, nos rayan el coche, se cae la estatua comprada en Londres, o perdemos el Kindle, como que nos hace olvidar que lo más importante y esencial es Dios. Debemos ser prudentes y evitar lo que podamos, pero un mundo perfecto no existe, y un mundo que nos inunda de materialismo es (quiéranlo o no…) nuestro pan de cada día.

Por eso les invito a que la siguiente vez que perdamos, rompamos o extraviemos algo por el motivo que sea, nuestra oración sea la del salmista, “El Señor es mi pastor, nada me falta…”

Por: H. José Andazola LC | Fuente: Catholic.net

¿El Dios de las desgracias?

 ¿A quién se le puede ocurrir que nuestro Dios sea un Dios de desgracias? Se nos suele olvidar que Dios es bueno y misericordioso

Aquí debemos hacernos una confesión que nos llevará a la respuesta. Por lo general acudimos a Dios en momentos de debilidad, de tentación, cuando no podemos por nosotros mismos. Pero esta actitud se da luego de haber quemado todas las posibilidades que teníamos, cuando nuestras seguridades y “capacidades” no pudieron. Acudimos a Dios cuando tenemos gran necesidad de algo, por ejemplo cuando estamos en peligro, allí nos acordamos del Creador aunque nunca en la vida hayamos recitado el credo o visitado iglesia alguna.

Acudimos a Dios en la enfermedad, cuando nos vemos o vemos a los demás pendiendo de un hilo, a sólo un paso de la muerte. Acudimos a Dios para pedirle por nuestros proyectos: cuando la empresa está a punto de quebrar, cuando no encontramos trabajo, cuando queremos cambiar a un trabajo mejor, etc. Hay un sinfín de situaciones que nos llevan a buscar a Dios, pero… ¿cuántas de ellas se dan en los momentos de desgracias? Muchas, muchísimas.

Dios no es un Dios al que se le busque sólo y exclusivamente en momentos de necesidad, si fuese así nuestra actitud ante Él sería utilitarista, porque quiero algo de Él y no por Él mismo. Esta actitud no está mal, ya que una finalidad de la oración (comunicación con Dios) es la petición, y es lícito, es más, debemos hacerlo siempre porque sabemos que no podemos nada sin Él. Pero hay otra dimensión que solemos olvidar que es la dimensión de las gracias. Así es, acudir a Dios en los momentos de gracias, de alegría, de abundancia. No sólo ante problemas y dificultades, sino también con actitud agradecida por todo aquello que nos regala. ¡Y vaya que tenemos “excusas” para acudir a Él! Un nuevo día de vida, el poder ver la luz del sol entre las nubes, el respirar, el poder caminar, el tener una familia, el sentirse amado por Él, el vivir acompañado, etc. Todas éstas son ocasiones propicias para agradecer a Dios, ¡para acudir a Él!

Así, nuestro Dios no se convierte en un “Dios de desgracias” sino en un Dios de todo lo creado. Un Dios presente en las buenas y en las malas, en la abundancia o en la carencia, en la vida o en la muerte. Un Dios que nos espera con los brazos abiertos en cualquier momento, como lo hace un padre con su hijo, que le abraza sin aparentes motivos, con la “excusa del amor”. Así, nuestra vida se transforma en una relación personal con el Padre, cara a cara, de hecho. No son palabras bonitas, sermones bien redactados… es realidad, es la vida cotidiana. Dios nos espera con los brazos abiertos siempre.

Por: H. Edgar Henríquez, LC | Fuente: elblogdelafe.com

Dios es mi Padre ¿de verdad?


Dios es mi Padre”. Tan hijo suyo como lo fue Cristo, tan amado como él.

“Dios es mi Padre”. Primera cosa que aprendemos cuando vamos al catecismo. Y enseguida nos viene a la mente las típicas comparaciones de su amor paternal con el de nuestros papás, así como su infinita paciencia y  el sacrificio que han hecho por nosotros, etc. En resumen Dios nos ama como nos quieren nuestros padres pero a la infinitésima potencia, es con lo que salimos del catecismo. Y terminan los niños su lección de catecismo coloreando a un Señor majestuoso de barbas largas cogiendo de la maño a un niño.

“Dios es mi Padre”. Y lo decimos con la misma naturalidad con la que decimos “Hoy hace calor”, “el Barça ganó este fin de semana pasado”, “Tengo ganas de comer pizza”, sin detenernos un instante en la profundidad que contiene esta frase. Una frase bonita como las que se ponen en los perfiles de Face o Whatsapp.

“Dios es mi Padre”. Sí, es lo que los católicos piensan de la misma manera que un hippie puede decir “mi Madre es la naturaleza” o un azteca “el sol es mi padre”. Una metáfora más en una religión más de una persona más. Una bella idea más de las tantas que han venido diciendo generaciones de escritores, filósofos, cuando no de algún iluminado inspirado.

Pero en realidad, no debería ser así…
El ser humano es capaz de acostumbrarse a todo. Posee la habilidad de caminar encima de carbones encendidos sin quemarse los pies o de habituarse a vivir en los climas más inhóspitos. Podemos decir que lo mismo sucede en el ámbito espiritual. Nos hemos acostumbramos a escuchar verdades asombrosas. Tenemos entre nuestras manos el fuego ardiente del Evangelio y ya ni siquiera nos calienta.

¡Y es que el pensar que Dios es mi Padre no puede ser algo indiferente! Deberíamos caer de rodillas llenos de inmensa gratitud al constatar que el Creador del Universo, la Bondad Suma, el Ser más poderoso del Mundo, me ama con un amor infinito, con un amor que sólo es digno de Él. Lo peor de todo es que nos hemos habituado ya a escuchar el mismo discurso una y otra vez. No nos lo podemos imaginar de otra forma hasta el punto de que lo extraño ya es imaginar a un Dios lejanos, que no tuviera nada que ver conmigo.

Sin embargo, insisto, al principio no fue así. Esta verdad escandalizaba. La principal razón de la condena de Cristo fue esta: “considerarse Hijo de Dios” (Mt 63-66). Pues no lo decía en un sentido metafórico o simbólico, sino de manera real. La palabra con la que se dirigía a Dios en su oración: “Abbá”, era la expresión con que los niños llamaban a sus padres. Algo así como papi o papaíto en traducción actual. Y esto los judíos no lo pudieron tolerar pues no comprendían cómo Dios se podía dignar amar a alguien como a su Propio Hijo. Y ya sabemos como terminó todo.

“Dios es mi Padre”. Tan hijo suyo como lo fue Cristo, tan amado como él. Somos hijos en el Hijo. Este es el centro del Evangelio, la Buena Nueva que Jesucristo nos vino a revelar. El hombre ya no estará nunca más a merced de las desgracias del destino o de su pecado.  “Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 15) A partir de ahora podremos alzar  siempre la mirada al cielo seguros de que tenemos un Padre que me cuida y ama incondicionalmente. Y esta es una verdad infinitamente más significativa que el clima o si el Barca perdió el juego pasado…

“¡Dios es mi Padre!” ¡Qué don tan grande! Hace falta sólo dejar que estas palabras penetren hondamente en nuestra alma en medio del silencio y de la dicha de ser su hijo.

Por: H. Roberto Allison, LC | Fuente: elblogdelafe.com

¿Cuál es la mayor locura que has hecho por amor?

 

Mayfeelings en la novena edición de su tradicional video usa como hilo conductor la pregunta: ¿Cuál es la mayor locura que has hecho por amor? Antes (o si lo prefieren, despúes) de ver el video les recomiendo que lean un texto muy hermoso sobre el amor del Beato Tomás de Kempis. Muy adecuado para acompañar apostólicamente el video.

¿Qué es el amor? (Tomás Kempis)

“Gran cosa es el amor, y bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado, y lleva con igualdad todo lo desigual. Pues lleva la carga sin carga, y hace dulce y sabroso todo lo amargo. El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto.
El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido de ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana; porque no se impida su vista, ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal, o caiga por algún daño. No hay cosa más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho,nada más alegre, nada más lleno, ni mejor en el cielo ni en la tierra; porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios.
El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado.Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino que se vuelve al dador sobre todos los bienes.
El amor muchas veces no guarda modo, mas se enardece sobre todo modo. El amor no siente la carga, ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede: no se queja que le manden lo imposible; porque cree que todo lo puede y le conviene. Pues para todos es bueno, y muchas cosas ejecuta y pone por obra, en las cuales el que no ama, desfallece y cae.


El amor siempre vela, y durmiendo no duerme. Fatigado no se cansa; angustiado no se angustia; espantado no se espanta: sino, como viva llama y ardiente luz, sube a lo alto y se remonta con seguridad.”
Tomás Kempis, La Imitación de Cristo

Por: Mauricio Artieda | Fuente: Catholic-link.com

¿Cuál es el secreto para mantenernos alegres en la esperanza?

Papa Francisco en la audiencia del miercoles 15 de marzo 2017


En la última audiencia del período invernal y en una jornada de sol en Roma, el papa Francisco ingresó este miércoles (15/03/2017) en la plaza de San Pedro donde varios miles de fieles y peregrinos le esperaban. El Santo Padre en el jeep blanco abierto, pasó entre los pasillos de la Plaza, saludando, bendiciendo a los presentes, en particular a los niños, ancianos y enfermos.

Al bajar del vehículo bendijo una imagen peregrina de la Virgen de Fátima, mientras algunos niños con banderas de China se acercaron a saludarlo.

El Santo Padre prosiguió con las catequesis sobre el tema de la esperanza y señaló que “san Pablo nos recuerda que el secreto para mantenernos alegres en la esperanza es reavivar en nuestros corazones el amor de Dios”.

“Todos somos pecadores -dijo el Pontífice- pero el Señor, que es rico en misericordia, abre ante nosotros una vía de libertad y de salvación, que es la posibilidad de vivir el mandamiento del amor, dejándonos guiar por el corazón del Resucitado”.

Señaló así que “vivir y actuar el mandamiento del amor es un don de la gracia de Dios” y advirtió que por “cuando amamos, hay que evitar caer en la hipocresía de buscar nuestros propios intereses, y también en la idea falsa de pensar que si amamos es sólo mérito nuestro”.

Porque “la auténtica caridad nace del encuentro personal con el rostro misericordioso de Jesús, y nos lleva al encuentro sincero con los hermanos”.

“Sólo de esta forma -aseguró el Obispo de Roma- podremos mantenernos alegres en la esperanza, pues sabemos que a pesar de nuestras debilidades y fallos, y hasta en los momentos más difíciles, el amor de Dios nunca nos abandona, y nos impulsa a compartir con nuestros hermanos todo lo que cada día recibimos de él”.

El Papa concluyó su resumen en español, saludando “cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica.”

“En este tiempo de cuaresma -precisó Francisco- los invito a que, alegres en la esperanza, reaviven en sus corazones el amor que han recibido de Dios y lo compartan con todos los hombres con obras de caridad sincera. ¡Que Dios los bendiga!”.

Por: SERGIO MORA / Papa Francisco | Fuente: ZENIT – Roma / 15 de marzo 2017

viernes, 27 de enero de 2017

María, educadora del Hijo de Dios


 1. Aunque se realizó por obra del Espíritu Santo y de una Madre Virgen, la generación de Jesús, como la de todos los hombres paso por las fases de la concepción, la gestación y el parto. Además, la maternidad de María no se limito exclusivamente al proceso biológico de la generación, sino que, al igual que sucede en el caso de cualquier otra madre, también contribuyó de forma esencial al crecimiento y desarrollo de su hijo.
No sólo es madre la mujer que da a luz un niño, sino también la que lo cría y lo educa; más aún, podemos muy bien decir que la misión de educar es según el plan divino, una prolongación natural de la procreación.
María es Theotokos no sólo porque engendró y dio a luz al Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su crecimiento humano.

2. Se podría pensar que Jesús, al poseer en sí mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de educadores. Pero el misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Como acontece con todo ser humano, el crecimiento de Jesús, desde su infancia hasta su edad adulta (cf. Lc 2, 40), requirió la acción educativa de sus padres.
El evangelio de san Lucas, particularmente atento al periodo de la infancia, narra que Jesús en Nazaret se hallaba sujeto a José y a María (cf. Lc 2, 51). Esa dependencia nos demuestra que Jesús tenía la disposición de recibir y estaba abierto a la obra educativa de su madre y de José, que cumplían su misión también en virtud de la docilidad que él manifestaba siempre.

3. Los dones especiales, con los que Dios había colmado a María, la hacían especialmente apta para desempeñar la misión de madre y educadora. En las circunstancias concretas de cada día, Jesús podía encontrar en ella un modelo para seguir e imitar, y un ejemplo de amor perfecto a Dios y a los hermanos.
Además de la presencia materna de María, Jesús podía contar con la figura paterna de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), que garantizaba el necesario equilibrio de la acción educadora. Desempeñando la función de padre, José cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración personal del Salvador de la humanidad. Luego, al enseñarle el duro trabajo de carpintero, José permitió a Jesús insertarse en el mundo del trabajo y en la vida social.

4. Los escasos elementos que el evangelio ofrece no nos permiten conocer y valorar completamente las modalidades de la acción pedagógica de María con respecto a su Hijo divino. Ciertamente ella fue, junto con José, quien introdujo a Jesús en los ritos y prescripciones de Moisés, en la oración al Dios de la alianza mediante el uso de los salmos y en la historia del pueblo de Israel, centrada en el éxodo de Egipto. De ella y de José aprendió Jesús a frecuentar la sinagoga y a realizar la peregrinación anual a Jerusalén con ocasión de la Pascua.
Contemplando los resultados, ciertamente podemos deducir que la obra educativa de María fue muy eficaz y profunda, y que encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil.

5. La misión educativa de María, dirigida a un hijo tan singular, presenta algunas características particulares con respecto al papel que desempeñan las demás madres. Ella garantizó solamente las condiciones favorables para que se pudieran realizar los dinamismos y los valores esenciales del crecimiento, ya presentes en el hijo. Por ejemplo, el hecho de que en Jesús no hubiera pecado exigía de María una orientación siempre positiva, excluyendo intervenciones encaminadas a corregir. Además, aunque fue su madre quien introdujo a Jesús en la cultura y en las tradiciones del pueblo de Israel, será el quien revele, desde el episodio de su pérdida y encuentro en el templo, su plena conciencia de ser el Hijo de Dios, enviado a irradiar la verdad en el mundo, siguiendo exclusivamente la voluntad del Padre. De «maestra» de su Hijo, María se convirtió así en humilde discípula del divino Maestro, engendrado por ella.
Permanece la grandeza de la tarea encomendada a la Virgen Madre: ayuda a su Hijo Jesús a crecer, desde la infancia hasta la edad adulta, «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2, 52) y a formarse para su misión.
María y José aparecen, por tanto, como modelos de todos los educadores. Los sostienen en las grandes dificultades que encuentra hoy la familia y les muestran el camino para lograr una formación profunda y eficaz de los hijos.
Su experiencia educadora constituye un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios.

Por: San Juan P | Fuente: Catholic.net

La mujer en los primeros siglos de la Iglesia

 
 Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado

La mujer, en los primeros siglos del cristianismo, ocupó un papel bien determinado en la vida de la Iglesia. Los apóstoles y los primeros cristianos no hicieron otra cosa que seguir el ejemplo de Cristo, quien tuvo para con ella una particular consideración, yendo en contra incluso de los usos y costumbres de su época.

Debemos reconocer, sin embargo, que Cristo no trató a los hombres y a las mujeres del mismo modo. A cada quien confió, simplemente, funciones diversas.

El grupo de los doce apóstoles, por ejemplo, estuvo formado sólo por varones. En repetidas ocasiones, Cristo manda a los apóstoles en misión, dándoles instrucciones de cómo debe ser su predicación (cf. Mt 10, 5; Lc 9, 2; 10, 1) y, una vez resucitado, pide a Pedro que apaciente a sus ovejas (cf. Jn 21, 17). Existen muchos pasajes más donde se ve la voluntad de Cristo de confiar determinadas tareas a los varones.

Lo anterior no responde a un desprecio por la mujer. Nos consta con certeza por los Evangelios que había un grupo de mujeres que acompañaba y ayudaba a Cristo (cf. Mt 27,55). Además, Cristo se refiere en muchas ocasiones a ellas. En la parábola de la dracma perdida, los sentimientos de la mujer que busca una moneda representan los sentimientos de Dios para con el pecador (cf. Lc 15, 8-10); defiende a la mujer que le unge los pies en un banquete (cf. Mc 14, 3-9); sale en defensa de la mujer adúltera que iba a ser lapidada (cf. Jn 8, 3-11); se dirige, contra toda costumbre, a una mujer samaritana en un lugar público y ella, extrañada, le pregunta: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4, 9); declara la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio, cuando afirma: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11-12); confía a una mujer –María Magdalena–, la misión de anunciar a los apóstoles su resurrección (cf. Jn 20, 17) y, por último, sólo a una mujer, a su Madre, concede el don de no tener pecado original (la Inmaculada Concepción). Esto no lo otorgó a ningún hombre, ni siquiera a su padre putativo, san José.

Misiones diversas

Estrictamente hablando la misión del hombre dentro de la Iglesia no es superior a la misión de la mujer. Se trata más bien de misiones distintas, ambas con igual dignidad. En la declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe se afirma: «El único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cf. 1 Cor 12-13). Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos». La autoridad que ejercen los ministros tiene su fuente en la autoridad de Dios y no en una presunta superioridad de ellos sobre el resto del pueblo cristiano.

Podríamos preguntarnos por qué Cristo asignó de este modo las tareas dentro de la Iglesia. Algunos podrían responder usando argumentos de tipo psicológico. Es decir, las diferencias que existen entre el modo de ser femenino y masculino harían más o menos apto a determinado sexo para ciertas tareas. Sin embargo, como nos enseña la experiencia, es difícil encontrar un consenso general en este punto.

La Iglesia no ha buscado ahí una respuesta. Simplemente ha querido respetar la voluntad de Cristo, sin cuestionarla o contradecirla: si Cristo asignó de este modo las tareas en la vida de la Iglesia, por algo fue. Esto no es fideísmo o abdicación arbitraria de la propia racionalidad, como a primera vista podría parecer. Para los creyentes, Cristo no es un hombre más, sino el hijo de Dios quien posee una sabiduría más profunda que la sabiduría de los hombres. Al obrar así el creyente no mutila su razón, más bien, reconoce que ésta tiene unos límites y que no puede conocerlo todo. Dice san Pablo:

¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!
En efecto, ¿quién conoció el pensamiento de Señor?
O ¿quién fue su consejero?
O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? (Rm 11,33)
El creyente, cuando acata la voluntad de Cristo –en este y en otros campos–, no lo hace como un acto de irracionalidad, sino como una acto de confianza en Aquél que sabemos que no miente (a diferencia de los hombres…). Algo semejante sucede en las relaciones humanas donde muchas cosas no se verifican racional y científicamente. Por ejemplo, el niño no pide a su madre constantemente pruebas de todo; él sabe que mamá sólo quiere su bien y no necesita más explicaciones. En resumidas cuentas, la Iglesia respeta la distribución de tareas para hombres y mujeres hecha por Cristo, fiándose de su palabra y sabiduría. Se trata de una cuestión de fe o, dicho de otro modo, de querer o no fiarse de Cristo.

Rigor y sano escepticismo

Es importante saber distinguir entre “verdadero” y “verosímil”. No todo lo verdadero es verosímil ni todo lo verosímil es verdadero. Hay cosas que parecen verdaderas, pero no lo son. Son solo verosímiles. Esto es lo que sucede con la teoría de que los apóstoles relegaron a la mujer en la vida de la Iglesia primitiva. Si no se reflexiona en todos los datos del Evangelio comentados anteriormente, puede parecer algo verosímil, sobre todo porque en nuestros días hay una gran sensibilidad hacia la dignidad y papel de la mujer.

Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado. En aquel entonces no existía, como ahora, una sensibilidad tan grande hacia la igualdad de sexos (y qué bueno que existe). No podemos dar como un hecho que ellos veían este problema con la misma preocupación con que lo vemos nosotros.

Conviene, por el contrario, mirar nuestro tiempo con sencillez y cuidarnos de un sutil complejo de superioridad, es decir, de pensar que nosotros sí hemos descubierto algo que no pudieron ver quienes nos precedieron. En otras palabras, como si todos los hombres que vivieron antes que nosotros fueran tontos o ingenuos.

Dice la Biblia sabiamente: «Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. (…) Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol» (Ecles 1, 4 y 9).

Por: Adolfo Güémez | Fuente: Buenas Noticias