Su naturaleza y la necesidad que hay de ella.
La Encarnación restableció la unión entre Dios y el hombre, que el
pecado había roto; la Redención reconcilió al hombre pecador con Dios
ofendido y la muerte del Redentor, ofrecida por todos los hombres, tuvo
eficacia y mérito más que suficientes para salvarlos a todos; pero, es
preciso que se nos haga participantes de los frutos de la Encarnación y
Redención y el agente de la comunicación de los méritos de Cristo al
alma es lo que se llama gracia.
Naturaleza y división de la gracia
Este nombre, en general, significa un don gratuito que se nos otorga sin
ningún mérito de parte del que lo recibe. En sentido teológico, en el
cual lo tomamos ahora, quiere decir: "Un don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente, en virtud de los méritos de Cristo, para conducirnos a la vida eterna".
La Iglesia y los teólogos distinguen dos suertes de gracia: una llamada
gracia actual, y otra gracia habitual. La gracia actual, como su nombre
lo indica, es transitoria; es un del momento por el cual Dios nos excita
y nos ayuda a evitar el mal y obrar el bien. Este socorro divino, que
se nos otorga en tiempo oportuno, es una luz que ilumina nuestra
inteligencia, una excitación dada a nuestra voluntad, en fin, un buen
movimiento, que nos ayuda, pero que no lo hace todo sin nosotros: para
obtener su fin, la gracia actual necesita de nuestra cooperación. Si
correspondemos fielmente a ella, adquirimos un mérito; si la hacemos
ineficaz por nuestra voluntad, somos culpables. La gracia habitual, que
también se llama santificante, permanece en nuestra alma y la hace santa
y agradable a Dios. No es un socorro transitorio, sino un influencia
permanente divinamente difundida en el alma. Por esto la Escritura
designa comúnmente a esta gracia con el nombre de vida. Ella es, en
efecto, la vida sobrenatural del alma. También se la llama estado de
gracia y caridad.
Necesidad que el hombre tiene de la gracia
La gracia es necesaria al hombre para todos los actos sobrenaturales; pues, como dijo Jesucristo: "Sin Mí no podéis hacer nada" (San Juan, XV, 5); y San Pablo: "No somos capaces de formar por nosotros mismos ni un buen pensamiento: sólo Dios es quien nos da este poder" (II Corint. III, 5); y el Concilio de Trento: "Sin
la gracia de Jesucristo, el hombre no podría ser justificado por las
obras que ejecuta ayudado de sus fuerzas naturales. La gracia divina no
se le concede sólo como un auxilio útil, sino como un socorro necesario.
Sin la ayuda del Espíritu Santo, el hombre no podría creer, esperar,
amar, arrepentirse, como es necesario, para merecer la santificación" (Ses. VI, can. 1-3).
Pero si la gracia es necesaria para las operaciones sobrenaturales del
alma, Dios, en su misericordia, concede a todos los hombres los auxilios
que necesitan para obtener su fin: y, como dice el Concilio de Trento: "Dios
no ordena imposibles, pero cuando manda nos advierte al mismo tiempo
que hagamos lo que podemos y que pidamos lo que no podemos y Él nos
ayuda a poder" (Ses. VI, cap. 11). Ya antes había dicho San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"(I Tim. II, 4).
Por consiguiente, Dios jamás niega las gracias necesarias a los justos
para cumplir sus mandamientos; ni a los pecadores, por ciegos y
endurecidos que estén en la maldad, para arrepentirse y salir del estado
de culpa; ni a los infieles, aun a aquellos que no tienen ningún
conocimiento de la fe, para salir de su infidelidad.
Sin embargo, como las gracias de Dios no siempre obtienen el efecto que
el Señor pretende, los teólogos las dividen en suficientes y eficaces.
Llámese gracia suficiente el auxilio que Dios envía al alma, pero no
obtiene resultado porque el hombre la resiste. Se denomina eficaz el
auxilio que obtiene realmente el efecto para el que Dios le comunica.
Esta eficacia deja siempre a salvo la libertad humana: el hombre, puede,
en cada instante, seguir el impulso de la gracia o rechazarlo,
consentir a las inspiraciones del Espíritu Santo o resistir a ellas. La
gracia no arrastra necesariamente y los actos sobrenaturales que lleva a
cabo la voluntad con el auxilio divino son actos libres.
La predestinación
Otro carácter, no menos misterioso de la gracia, es el que resulta de la
predestinación. Se llama predestinación el acto por el cual Dios nos
prepara su gracia en el tiempo y su gloria para la eternidad.
De aquí que los teólogos distingan dos suertes de predestinación, una a
la gracia y otra a la gloria. La segunda presupone la primera, porque
nadie puede salvarse sin la gracia; pero la primera no lleva consigo la
segunda, porque desgraciadamente hay quienes, después de haber recibido
el don de la fe y de la justificación, no perseveran en el bien y mueren
en desgracia de Dios.
Sin embargo, la Iglesia afirma con el Concilio de Trento (Ses. VI, can.
XII, XVII), que nadie es predestinado al pecado ni al infierno; los que
se pierden, se pierden libremente; se pierden por elección, por
obstinación, por efecto de una perseverancia voluntaria en el mal; se
pierden a pesar del mismo Dios, que quiere su salvación y que les
prodiga hasta el fin los medios para obrar bien.
La predestinación y la libertad
La enseñanza católica, que acabamos de resumir respecto de la gracia, y,
en especial, la eficacia de la gracia divina y el dogma de la
predestinación, dan lugar a uno de los problemas más difíciles que
tienen que resolver la razón humana y la teología: tal es la
conciliación de la acción eficaz de la gracia y de la predestinación con
la libertad del hombre.
Los que Dios ha predestinado a la gloria, diremos con Cauly, serán
infaliblemente salvos: esta verdad es de fe. Por otra parte, la
predestinación no destruye la libertad: esto es, igualmente de fe. ¿Cómo
conciliar estas dos verdades? Repitamos primero con Bossuet: Es preciso
no abandonar dos verdades igualmente ciertas porque no veamos el nexo
que las une.
"El decreto beatífico o reprobador nos e ha dado sino en vista de
los méritos o deméritos del hombre. Dios destina eternamente a la gloria
a aquellos que prevé que aceptarán y conservarán la gracia. No es su
presciencia lo que determina la elección y asegura su suerte; sino que
su presciencia se ejerce a causa y en consecuencia de su elección, y da
el decreto de gloria a causa y en consecuencia de esta presciencia"
(Besson, Les Sacrements, 2a. Conferencia). Así, la predestinación a la
gloria o al castigo sería cronológicamente ulterior a ella, porque Dios
ha visto los méritos o deméritos del hombre libre antes de predestinarlo
al cielo o al infierno. Sin duda, el decreto providencial surtirá
necesariamente su efecto, porque Dios, en su presciencia, no puede ver
las cosas de distinto modo de lo que han de ser; pero el decreto en sí
no es más que la consecuencia de nuestras obras.
¿Qué se ha de pensar, pues, de esta objeción?: "Si estoy
predestinado a la gloria, me salvaré infaliblemente; si estoy
predestinado al infierno, me condenaré indefectiblemente. Luego, es
inútil que trabaje; no me queda sino esperar la ejecución de mi
predestinación".
Nada hay más falso que este raciocinio y nada hay tampoco más absurdo.
Nada hay más falso, puesto que la predestinación, no destruye para nada
la libertad, sino al contrario, la respecta y la supone. El Cielo es una
recompensa, el infierno un castigo, que nos esperan con certeza. ¿Pero
sabemos cuál es respecto de nosotros el decreto de la Providencia? De
ningún modo, y el justo no menos que el pecados más obstinado, no tiene
conocimiento de él. Lo que sabemos es que Dios es justo y que somos
libres; que nuestra obras buenas merecerán el Cielo y nuestros crímenes
el infierno. En nuestra mano está ganar el Cielo, haciendo, con el
auxilio de la gracia, todo el bien que podamos; de nosotros depende el
trabajar por evitar el infierno; pues obrando así estamos ciertos de que
no somos del número de los réprobos.
El raciocinio del fatalista no solamente es falso sino también absurdo.
En efecto, Dios no ha previsto solamente desde la eternidad lo que
concierne a nuestra suerte en la vida futura, sino que juntamente ha
previsto todos los acontecimientos de la vida presente. Sabe que tal
enfermedad será mortal o no, que tal proyecto debe realizarse o
fracasar, que tal trabajo será fructuoso o estéril, que tal hombre será
rico o pobre. ¿Y por este solo razonamiento "Dios sabe con ciencia cierta lo que sucederá",
el enfermo va a renunciar a los cuidados del médico, el hombre de
negocios o de labor a su proyecto o a su trabajo? No; todos se acuerdan
prácticamente de la frase de La Fontaine: "Ayúdate y el Cielo te ayudará",
y obran, en la medida de sus fuerzas, para llegar al fin que desean.
Así debe hacerse en orden a la salvación. El cristiano sabio y prudente
se esfuerza por preparar su destino, sabiendo que Dios se lo dará tal
cual sus obras lo hayan merecido.
La eficacia de la gracia y la libertad humana
El problema de la armonía entre la eficacia de la gracia y la libertad
humana, no es más insoluble, a pesar del misterio que a menudo le
envuelve. A la luz de la eternidad todas las tinieblas habrán
desaparecido; en este Mundo quedan algunas sombras. Cualquiera que sea
la opinión teológica que se admita sobre la causa real de la eficacia de
la gracia, no es por eso menos cierto que la libertad humana queda
entera en todas las circunstancias y condiciones en que la gracia puede
obrar.
En efecto, tres estados de presentan en que el alma se halla
particularmente bajo la acción de la gracia. Ahora bien, sea que se
trate de pasar de la infidelidad a la fe, o del pecado al estado de
justicia y santidad, o bien que sea cuestión de la perseverancia del
alma justa, la libertad humana permanece intacta.
El infiel es libre en todos los actos que preparan su conversión; si
cree en la palabra de Dios, si confía en sus promesas, si comienza a
amarle, si se arrepiente, si cambia de vida, tiene conciencia de que
ejecuta estos actos libremente. Lo mismo sucede con el pecador: la
justificación no la recibe sino mediante un acogimiento espontáneo y
libre hecho a la gracia que le previene; la idea de volver a Dios, el
arrepentimiento, la confesión, la reparación, otros tantos actos
absolutamente libres. Y en fin, el alma justa que persevera, practica de
un modo enteramente libre todos los actos que aumentan su santidad y su
recompensa, si bien bajo la influencia de la gracia. Su oración, sus
limosnas, sus actos de virtud, todo es libre: y esta alma tiene
conciencia de que bajo el influjo de esta misma libertad puede en un
momento, por un solo acto, por una palabra, un pensamiento, un deseo de
hacerse rebelde, comprometerlo todo.
Es, pues, cierto que la conciliación de la gracia y de la libertad,
aunque a veces sea misteriosa, no es imposible ni irracional, y esto es
lo que debíamos demostrar.
Por: Cristiandad.org | Fuente: Cristiandad.org